EL VIAJE DE LA CAUTIVIDAD
En Jerusalén, además de la alegría de una parte de la comunidad, encontró una atmósfera tensa para con él: eran muchas las sospechas que los judíos tenían de él.
El Apóstol fue entregado al centurión Julio para ser transferido a Roma, acompañado por Lucas y Aristarco; el viaje, en aquel tiempo aventurero, fue interrumpido por un naufragio en Malta; aquí Pablo se reveló más libre de los 276 miembros a bordo: él estaba acostumbrado al mar y a la experiencia de tres naufragios (2Co 11, 25) y, sobretodo, contaba con la seguridad que le venía de Dios: “Ninguno de ustedes morirá, sólo se perderá la nave”, les afirmó a sus compañeros. Cuando todo parecía perdido, “Un ángel de Dios, del cual soy y que sirvo, se me apareció para decirme: no tengas miedo, Pablo… pues Dios te ha concedido la vida de todos los que viajan contigo”.
La etapa en esta isla, simple e idílica simboliza la acogida que el mundo pagano dará al evangelio.
Aquí Pablo cumplió algunos milagros: una víbora le mordió la mano,
mientras el santo atizaba el fuego, y él la echó al brasero sin algún dolor; posteriormente alivió a un hombre imponiéndole las manos.
En el año 61 Pablo llegó a Roma para ser juzgado; en los dos años de residencia vigilada en el corazón de la ciudad, cerca del río Tíber (en la actual colonia judía), él evangelizó y escribió mientras esperaba el proceso, que se desvaneció por la falta de acusadores. Sin embargo, después del incendio del año 64, el Emperador Nerón acusó a los cristiano de ser autores de la quema de la ciudad; es así como San Pablo fue arrestado, encadenado en la cárcel Mamertina y condenado a la decapitación, que tuvo lugar fuera de los Muros aurelianos, sobre la via Ostiense.